jueves, 7 de septiembre de 2017

El cine argentino tiene su propio grial o, más bien, la piedra filosofal, ese artefacto redentor que se busca todo el tiempo. Es la película comercial de calidad que genera un público constante para la pantalla nacional.



Todos los años parece que lo encuentra (Nueve reinas, El secreto de sus ojos, Relatos salvajes, por ejemplo y sin agotar la lista), pero después, cuando se hacen los balances y salen los números, parecen solo excepciones. Ni tanto ni tan poco, en realidad. La fórmula que se utiliza no es tan diferente de la que emplean otros países que tienen que pelear con la constante concentración en la exhibición que ejerce Hollywood a través de las majors y los multipantallas: altos valores de producción, nombres importantes en el elenco y, de ser posible, un antecedente conocido (libro, por ejemplo) que permita situar al potencial espectador frente a la película. Y dos elementos más, alternativos o juntos: el humor y el misterio. Porque aunque se crea lo contrario –siempre hay algún desconcertado–, el policial y la comedia (esta última, por lo general, grotesca, aunque con excepciones) son dos de los géneros más frecuentes –con el melodrama– en el cine argentino. Una combinación de todo eso podría generar el famoso grial argento. La alquimia, de todos modos, no difiere demasiado de la de cualquier cine popular en cualquier lugar del mundo.


Pues bien, una de esas películas que intentan encontrar la resonancia masiva a partir de la búsqueda de calidad es la versión cinematográfica de Los que aman, odian, una novela extraordinaria en sentido literal. Es, por un lado, un policial a la manera de Agatha Christie: un grupo de personas cercadas por un lugar y un crimen. El lugar aquí es el sur de la Costa Atlántica bonaerense, un balneario aislado y un hotel un poco oscuro, en la década de 1940. Hay motivos de todo tipo, especialmente pasionales, como lo indica claramente el título irónico de libro y película. Pero lo extraordinario es que el libro tiene dos autores, además de un matrimonio de escritores, además de grandes escritores: Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Cuando se conoce este dato y el estilo de ambos, surge otro motivo para lo extraordinario: ambos están allí complementándose de modo perfecto, un raro pas de deux literario.

Llevar un libro así al cine es un riesgo enorme por el peso que convocan tales nombres. Pero esos nombres son, también, buenos ingredientes para la receta alquímica de la piedra filosofal del cine argentino. También que sea un policial, que haya un misterio, que haya cierta tensión erótica y también nombres que puedan atraer a la taquilla por sí mismos. Hoy el cine argentino tiene no más de cuatro nombres que pueden lograr eso y uno de los principales es Guillermo Francella, de quien a esta altura hay que dejar de destacar el “giro a lo serio” que viene haciendo en el último lustro largo. Francella es un muy buen actor y un gran cómico, y si sus películas reideras son malas es menos su culpa que la de los realizadores que pensaban que pegar las cosas con cola alcanzaba para llenar los cines (ya no, y volvamos a la necesidad de la piedra filosofal). Aquí es el protagonista, un médico homeópata que llega a descansar a un hotel y se encuentra con el amor, la muerte y el desconcierto. La otra protagonista central (en un elenco que incluye a la genial Marilú Marini, y completan Justina Bustos, Juan Minujín, Carlos Portaluppi y Mario Alarcón, entre otros) es Luisana Lopilato, que no tiene una carrera en cine demasiado nutrida y aquí se transforma en el eje de la trama, lo que no deja de ser un atractivo más. Y lo que se ve es un uso importante de lo que en Hollywood se llama “valores de producción”: el color, el decorado, el vestuario crean no solo la apariencia de un pasado, sino de un pasado fantástico, de esos donde puede ocurrir el cuento cruel, el cuento de miedo, el cuento de amor. Es decir, el cuento de hadas, aquí un poco perverso.


¿Será esta película de Alejandro Maci (realizador de El acompañante, pero de mucha más nutrida carrera en televisión –Variaciones Walsh, En terapia o El hacker como director; Los exitosos Pells como autor, por ejemplo–) la piedra filosofal, el film de misterio que resuelva el misterio que lleve masas al cine? Los elementos para que la alquimia funcione parecen dispuestos en orden y proporción perfectas, e incluso la prensa durante el rodaje ha sido de generosas proporciones, lo que está muy bien y es parte del juego, incluso si se pone el acento en trivialidades (¿cómo creen que creó su red Hollywood, amigos?). No se sabe, aunque se puede apostar a favor. En todo caso, es irónico que, para solucionar el misterio del éxito, el cine argentino opte siempre por otros misterios. Y estrellas, claro, como Guillermo Francella, ese señor capaz de hacerlo todo.


2017 y los millones nacionales

Recién a mediados de año apareció una película nacional que superó la barrera del millón de entradas vendidas, Mamá se fue de viaje. Probablemente lo hagan –a la hora de escribir este texto, aún no se estrenaron– El fútbol o yo, con Adrián Suar, y La cordillera, con Ricardo Darín. Los que aman, odian está en ese lote y, un poco más atrás, Mario on tour, con Mike Amigorena o, hacia fin de año –si no se posterga–, La reina del miedo, con Valeria Bertuccelli. Sin contar Zama, quizás la película argentina más importante del año, y cuya estrella es la directora, Lucrecia Martel, el panorama parece incierto y es difícil adivinar si algún título llegará a dos millones de entradas, como ha sucedido en los últimos tres años religiosamente.

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